viernes, 24 de enero de 2014

Otro diálogo platónico: "Critón"





Después de leer el comentario que mi querido amigo Eduardo Pinedo (profesor de Historia y de Filosofía y actual director del  I.E.S. Leonardo Da Vinci) ha hecho de la entrada que en el mes de diciembre dediqué a la Apología de Sócrates platónica, me parece interesante abordar la temática que desarrolla el mismo autor en su brevísimo diálogo titulado Critón, ya que además desde el punto de vista biográfico de Sócrates nos encontramos con una continuación de los hechos narrados en el primero.


Sócrates que había sido condenado a muerte en el juicio al que fue llevado por Ánito, Meleto y Licón, aparece en el Critón ya encarcelado esperando que llegue la nave de Delos, lo que significaba que al día siguiente del arribo se ejecutaría la fatal sentencia. Su amigo Critón lo visita con la intención de convencerlo de que acepte escapar de su celda, cosa que se antoja sencilla contando con cierta cantidad de dinero para sobornar a quienes fuese necesario.


Critón le confiesa a Sócrates que teme la opinión de la mayoría, ya que esta le reprocharía su inacción si no intentase salvarlo. En este momento es cuando el maestro de Platón expone su primera consideración moral en esta obra, y convence a su interlocutor de que no es la opinión de la mayoría la que debemos escuchar y considerar, sino la de aquellos que realmente son conocedores de la cuestión que observemos. Evidentemente Sócrates se refiere a aquellos que realmente se preocupan y poseen un verdadero conocimiento acerca de la justicia, la rectitud y la honestidad.


Mostrando en todo momento una gran serenidad ante la suerte que le esperaba, afirma ante Critón que ningún motivo, ni siquiera una condena a muerte, puede cambiar nuestros principios morales. Dichos principios no deben acomodarse a las circunstancias puntuales, ya que habiendo sido reflexionados e interiorizados tiene que mantenerse firmes.


Como consecuencia de lo defendido, Sócrates mantiene que “no hay que considerar lo más importante el  vivir, sino el vivir coherentemente”, entendiendo por coherente una vida justa y honesta. Este ideal debe ser llevado a sus últimas consecuencias: el que alguien cometa injusticia no es defendible aunque éste la haya sufrido anteriormente.


La parte final del texto es extremadamente interesante, Platón utiliza la prosopopeya poniendo en boca de Sócrates un figurado diálogo entre este y una personificación de las leyes de Atenas. A través de este recurso se vuelve a subrayar la obligación moral de respetar la justicia, una justicia representada por la ley, si se atenta contra ella se ataca la base de la sociedad, poniendo a esta en gravísimo peligro. Sócrates reconoce implícitamente que él ha asumido como propias esas leyes, las mismas que rigieron la unión de sus padres y su vida desde su nacimiento. Precisamente como se respeta a los padres hay que respetar las normas de la Polis, Platón demuestra aquí esa idea tan presente en la filosofía griega clásica de la natural superioridad de la ciudad sobre el individuo.


Sócrates, que quiso permanecer voluntariamente toda su vida en Atenas (y con sus leyes) no puede, ahora que ha sufrido una injusticia darle la espalda a la legalidad, además como se le dice finalmente, el juicio y su condena a muerte han sido errores de los hombres no de la legislación.


Me gustaría que el tema tratado en esta obra escrita hace veinticinco siglos se pensase cambiando el escenario y relacionándolo con la sociedad de hoy. Que se reflexionase acerca de los ideales de justicia y su lacra antitética la injusticia, que se considerase lo que puede significar hoy en día una vida coherente (justa y honesta), y lo que suponen las violaciones de las leyes para la estabilidad social.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Apología de Sócrates



El filósofo y matemático británico Alfred N. Whitehead (1861-1947) afirmó en una de sus obras que la forma más segura de definir la tradición filosófica europea no era más que como una serie de notas a pie de página de la obra platónica. Aunque para muchos dicha aseveración pueda parecer exagerada, es cierto que Platón representa una de las piezas absolutamente indispensables para reconstruir todo un devenir intelectual que dura ya más de dos mil quinientos años si partimos desde el nacimiento de la filosofía.

Es bien sabido que en la biografía del autor de “La República”, el año 407 a.C. tiene un significado muy especial, ya que en dicha fecha conoce al que será su maestro y quien determine su biografía: Sócrates.

Casi diez años después de la mencionada fecha, en el 399 a. C., se produce unos de los hechos más relevantes y conocidos de la historia de la filosofía occidental, el juicio y posterior condena a muerte del citado Sócrates. De su autodefensa ante el tribunal, y su reflexión ante el mismo tras las dos votaciones sobre su culpabilidad o inocencia, tenemos noticias gracias a la “Apología de Sócrates” escrita por el propio Platón.

En este recuerdo de la que posiblemente fuese la primera obra platónica no ahondaré en las cuestiones meramente legales, ni por supuesto podré hacer referencia a toda la enormidad de profundas ideas que jalonan el texto. La intención será acercarnos al carácter socrático que su discípulo plasmó de forma tan sublime en algo menos de cuarenta páginas.

Desde el mismo inicio del texto se nos comienza a dibujar la personalidad del reo, su amor a la verdad con un lenguaje directo y no ornamentado estructurará su discurso, contraponiéndose así al artificio de la retórica usada por sus acusadores. Precisamente en relación al término acusador Sócrates distingue a los “primeros” de los segundos”, los primeros son los que desde hacía mucho tiempo  buscaban extender por Atenas una imagen negativa de él, a la mayoría de éstos los considera anónimos aunque sí se refiere al comediógrafo Aristófanes. Los segundos son los que habían presentado contra él los cargos que provocaron el juicio (corrupción de la juventud, impiedad e introducción de nuevas divinidades), sus nombres han pasado a la Historia; Ánito, Meleto y Licón.

Platón en su Apología, nos muestra a un Sócrates convencido de estar llamado a una misión divina, consistente en la educación moral de sus conciudadanos, él mismo se compara con un tábano que con su aguijón quiere impedir que ese “caballo grande y noble pero un poco lento” (Atenas) se duerma y cierre los ojos a la vida virtuosa que él defiende.

Más que los detalles estrictamente jurídicos como se mencionó anteriormente, nos interesa la vertebración del espíritu socrático que se va desvelando a medida que se avanza en la lectura, Platón quiere honrar a su maestro, quiere subrayar la coherencia de un hombre, que espoleado por el famoso oráculo de la pitonisa de Delfos, consagra su vida a un solo fin: la moral.

Esa decisión, como reconoce en varias ocasiones en su discurso, determinó su vida hasta el punto de no salir de su ciudad más de tres veces (por asuntos militares), y no poderse ocupar de cuestiones prácticas, viviendo por tanto prácticamente en la pobreza. Esto último tampoco supuso un verdadero problema para él, recordemos que una de sus principales lecciones transmitidas fue la de que no nos equivocásemos a la hora de priorizar los valores en los que sustentar nuestras acciones. Lo material, los honores, la fama todo ello son cuestiones fútiles que nos desvían de nuestra verdadera senda que no es más que la preocupación por nuestro interior y por nuestro obrar.

Precisamente ese desprecio de lo material queda ejemplificado en una de las principales diferencias que lo separan de los sofistas, éstos cobraban honorarios (algunos importantes cantidades) mientras que Sócrates no aceptaba pago alguno. En relación a esta cuestión Jenofonte llegó a comparar a dichos sofistas con prostitutas que perdían su libertad de elegir a sus discípulos ya que bastaba con que tuviesen el dinero suficiente, Sócrates sin embargo no habría estado sometido a tal condición al no cobrar nada.

El propio Sócrates, siempre según Platón, expuso durante su juicio casos concretos que confirmarían su moralidad, son ejemplos que además nos acercan un poco más al contexto histórico en el que vivió nuestro personaje. Uno de esos hechos tiene que ver con la batalla de las Arginusas, de ella salieron victoriosos los atenienses, pero los generales fueron encausados ya que volvieron sin recuperar del mar los cadáveres de un grupo de compañeros. En este caso Sócrates, que por sorteo detentaba un cargo público, denunció las irregularidades del proceso, sabiendo a qué se exponía y demostrando su firmeza moral. En línea muy similar también se narra el momento en el que el gobierno de los treinta tiranos intentó obligar a Sócrates a participar en la detención de un demócrata llamado León de Salamina, evidentemente a este requerimiento se negó.

Para Sócrates la filosofía era eminentemente práctica, la ironía, el método inductivo propio de la mayéutica se daba siempre en el diálogo, ese filosofar era realmente para el ateniense su vivir, hasta tal punto que durante el juicio de distintos modos enuncia su negativa a cambiar su forma de vida aunque ello le otorgase su libertad. Vivir es autoexaminarse moralmente a diario y compartir esa experiencia con los demás, si no es así no merece la pena vivir dijo Sócrates ante el tribunal.

Finalmente, ante la cercanía de un veredicto negativo, Sócrates continuó manteniéndose incólume, renunciando a pedir clemencia a los que le juzgaron, y se dirigió seguro de sí mismo hacia la condena que no quiso evitar, la de muerte. Esos últimos momentos de Sócrates que tan bellamente nos legó también Platón en su diálogo “Fedón”.

martes, 26 de noviembre de 2013

Mito y logos. El ejemplo de Némesis



En un blog como éste dedicado a temas de filosofía para alumnos de Bachillerato, se antoja necesario darle también cabida a su histórico predecesor: el mito. Primeramente recordemos la archiconocida idea que sentencia “el paso del mito al logos” como la fórmula explicativa que condensa lo que sería el nacimiento de la filosofía occidental, o dicho más genéricamente el nacimiento del pensamiento racional. Esta opinión queda claramente ejemplificada en el siguiente texto del francés Jean-Pierre Vernant (1914-2007):

“El pensamiento racional tiene una fecha civil, se conoce su fecha y lugar de nacimiento. Es en el siglo VI antes de nuestra era, en las ciudades griegas del Asia Menor, donde surge una nueva forma de reflexión, totalmente positiva, sobre la naturaleza. Burnet menciona la opinión corriente cuando señala a este respecto: “Los filósofos jonios han franqueado la vía que la ciencia, a partir de este momento, no ha tenido más que seguir”. El nacimiento de la filosofía en Grecia, determinaría en consecuencia, los inicios del pensamiento científico; se podría decir: del pensamiento sin más. En la escuela de Mileto, por primra vez, el logos se habría liberado del mito de igual modo que las escamas se desprenden de los ojos del ciego. Más que de un cambio de actitud intelectual, de una mutación mental, se trataría de una revelación decisiva y definitiva: el descubrimiento de la razón”. (J. P. Vernant: Mito y pensamiento en la Grecia antigua, pág 334.)

Habitualmente en las clases de Bachillerato, en relación al mito tienen su sitio a lo sumo dos de los más grandes representantes de la literatura pre-filosófica; Homero y Hesíodo (trasladándonos en ese momento, por tanto, a los siglos VIII-VII a.C.), en sus obras encontramos narrado el acervo mítico del pueblo heleno de la época.

Son asimismo consensuadas las características generales que encontramos en dichas narraciones: son relatos imaginativos o fantásticos (carecen de justificación), encontramos la presencia de personajes legendarios (dioses, héroes),  son de autoría desconocida o colectiva, poseen un carácter tradicional o acrítico y presentan la imagen de un mundo sometido a la arbitrariedad de los dioses y en el que la responsabilidad de los hombres se difumina por causa del destino cuasi inescrutable y de su dependencia a las citadas veleidades divinas.

Ya que el mito en el Bachillerato queda por tanto relegado, en el mejor de los casos, al papel secundario de explicación propedéutica al pensamiento filosófico, pienso que es menester dedicarle algunas entradas a interesantes pasajes del cosmos mítico griego. Sirvan las mismas para disfrutar del μῦθος (mythos) como relato que también buscó, desde luego, dotar de sentido al mundo que nos rodea y a nosotros mismos. Encontramos en los mitos, relatos cosmogónicos, explicaciones acerca de los fenómenos de la Naturaleza (mediante una serie de personificaciones de las fuerzas que la componen), y un acercamiento a la psique y a la condición humana.

Como ejemplo del trasfondo divino que posee la moral en la mitología griega, tenemos el problema de la mesura (μέσος), de la moderación en relación a las acciones y pasiones de los hombres. El orgullo, la soberbia, la insolencia eran excesos que recogía el término griego ὕβρις (hýbris), con esta expresión se hacía alusión a la transgresión de la medida, del equilibrio justo, y eso tenía su castigo divino. Para ello se requería la mediación, la intervención de una divinidad de nombre Némesis, que había sido concebida en solitario por Νύξ (Nix) la noche.

Era pues esta Némesis la encargada de velar por el seguimiento de la máxima délfica que rezaba “μηδέν ἄγαν” (medén ágan), es decir “de nada en demasía”. El orden cósmico no podía verse afectado por los abusos de la especie humana.

Esta idea de la mesura la encontramos posteriormente en autores ya considerados plenamente filósofos, pero sustentándola meramente en el “λόγος” (lógos), es decir en la razón. Baste citar, en orden cronológico a Heráclito de Éfeso cuando en su fragmento 43 nos dice que “Hay que extinguir la insolencia (hýbris) más que un incendio”, posteriormente podemos hacer referencia a la teoría del “término medio” de la que nos habla el estagirita (Aristóteles) en el libro II de la “Ética a Nicómaco” o de la huida de los excesos implícita en la noción de ἀταραξία (ataraxía) tan defendida durante el helenismo.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Enigmas para la semana



En el siglo III d.C. se escribió una importantísima obra en la cual encontramos vastísima información acerca de los filósofos de los siglos pretéritos –desde el siglo VI a.C.-; del autor de la misma se sabe muy poco realmente, así que el primer enigma que debéis resolver simplemente consiste en encontrar el nombre tanto del referido autor como el del título de su obra.

Posteriormente tenéis que acercaros a los tres fragmentos que os presento más abajo –pertenecientes a la obra que ya habréis adivinado- y determinar  de qué pensadores nos habla el autor en cada uno de ellos. Y para finalizar os pido que en breves líneas condenséis la información fundamental sobre el pensamiento de dichos filósofos.
Mucho ánimo, y espero que os sirva este ejercicio de investigación para seguir aumentando vuestros conocimientos

 Los fragmentos son los siguientes:

 
Pasaba una vez él por donde Diógenes lavaba sus verduras, y éste se burlo de él diciéndole: “si hubieras aprendido a mantenerte con esto, no servirías en las cortes de los tiranos”. Contestó él “Y tú si supieras tratar con las personas, no estarías lavando verduras”

 
Cuando en cierta ocasión se iniciaba en los misterios órficos, al decir el sacerdote que los iniciados en tales ritos participan de muchas venturas en el Hades, replicó: “Por qué entonces no te mueres?”. Como uno le reprochara una vez que no era hijo de dos personas libres, dijo: “Tampoco de dos luchadores, pero yo soy un luchador”

 
Vivió hasta los noventa años. Antígono de Caristo cuenta en su obra a propósito de él que al principio carecía de renombre y era pobre y pintor. Se conservan de él unos portadores de antorchas pintados en el gimnasio de Élide, de factura mediocre. Y que se apartaba en sus paseos y vivía en la soledad, mostrándose raramente a sus familiares.(…) Siempre mantenía la misma compostura, de modo que si alguien le abandonaba en mitad de una charla, él concluía la disertación para sí mismo, aunque de joven fue bastante emotivo. Muchas veces, cuenta, salía de viaje, sin advertir a nadie, y vagaba en compañía de los que le apetecía. Incluso una vez que Anaxarco cayó en un pantano, pasó de largo sin socorrerle. Como algunos lo acusaran de esto, el propio Anaxarco lo elogió por su carácter impasible e indiferente.

jueves, 24 de octubre de 2013

Carta a Cristina de Lorena (Galileo Galilei).



Durante mi cuarto curso universitario, el profesor D. Juan Arana nos propuso a los alumnos la lectura de una serie de textos  -cuatro cartas y unos apuntes- de Galileo Galilei (1564-1642) recogidas por Alianza Editorial en un volumen bajo el título “Carta a Cristina de Lorena”. Cuenta además con una magnífica introducción de Moisés González.
Después de releer el citado libro este pasado verano, me ha parecido deseable su recomendación a quienes se acerquen a este blog, y asimismo presentar brevemente las claves de una polémica historia que conllevó finalmente en 1633 la humillación intelectual de uno de los más grandes astrónomos de toda la Historia.
La revolución científica nacida con el heliocentrismo copernicano supone uno  de los episodios más fascinantes de la historia del pensamiento. Actualmente en el temario del primer curso de Bachillerato, aprovechando la explicación de la noción de “paradigma” en Thomas S. Kuhn, incluyo un apartado acerca del desarrollo de la astronomía pre-copernicana desde el s. IV a. C haciendo finalmente también referencia al fundamental año de 1543. Sirva asimismo esta entrada sobre la figura de Galileo como complemento a dicho programa.
Citamos el año 1543 porque es en el que el polaco Nicolás Copérnico publicó (coincidiendo con su muerte) su “De revolutionibus orbium coelestum” traducida como “Acerca de las revoluciones de las esferas celestes”, en esta obra encontramos el giro heliocéntrico que significaría a posteriori el principio del fin del aristotelismo.
Posteriormente, durante la primera mitad del siglo siguiente, Galileo Galilei encarnaría el ideal de hombre de ciencia, que deseando sustentar la misma sobre las evidencias sensibles, contrastaba con la postura de aquellos que se resistían a admitir el fin de toda una concepción del Universo.
Galileo creyó firmemente en el nuevo modelo astronómico heliocéntrico, no solo como instrumento teórico para solucionar distintos problemas prácticos sino como reflejo real de la estructura de los cielos, asimismo estaba convencido de que también Copérnico lo concibió así en su obra.
Para apoyar sus ideas contó Galileo con una herramienta novedosa como era el telescopio, no inventado por él como comúnmente se cree aunque sí fuese el primero en utilizarlo dirigiéndolo al cielo. Gracias a dicho instrumento tuvo constancia de una serie de evidencias como las irregularidades de la superficie lunar, las manchas solares y la existencia de lunas que orbitaban alrededor de Júpiter, que contradecían principios básicos del aristotelismo; en concreto la perfección de las superficies solar y lunar, y el que todos los cuerpos celestes girasen en torno a la tierra.
Precisamente el científico se apoyará en esta clase de observaciones para enfrentarse a los que preferían mantenerse en la creencia geocéntrica únicamente obedeciendo al criterio de autoridad. Pero darle la razón a la visión copernicana suponía  no únicamente renunciar a dos milenios de aristotelismo, sino enfrentarse a una potentísima aliada del pensamiento escolástico: la Iglesia católica. Aquí está la clave del drama que tendría que vivir Galileo, no sólo se opusieron a él ciertos filósofos sino gran parte de la comunidad eclesial.
De hecho la polémica que aborda la obra que recomiendo hoy tiene como temática de fondo los desencuentros entre dicha institución y el científico que fue profesor en Padua, en concreto acerca de las verdades naturales: ¿dónde se encuentra la verdadera guía para llegar a ellas? ¿En la interpretación literal de las Sagradas Escrituras como pensaba la gran mayoría dentro de la Iglesia, o en la información de nuestros sentidos, estructurada con la ayuda de la razón como ya hemos señalado que proponía Galileo?
En la primera de las cartas, destinada ésta a D. Benedetto Castelli colaborador de Galileo, se hace referencia a un conocido pasaje de la Biblia (“Libro de Josué” X, 12-13) en el que se dice que Dios ordenó al Sol que se detuviese para alargar así un día. Este fragmento se solía presentar como prueba irrefutable para la defensa del modelo aristotélico-ptolemaico al presuponer el movimiento solar. Galileo no queriendo caer en herejía alguna negándole su autoridad a las Sagradas Escrituras, pero consciente de que la razón le dictaba una verdad incompatible, adujo que el problema podría hallarse en la interpretación literal que se hace del texto. Pensaba por lo tanto que no había contradicción entre su visión y el texto bíblico.
Como le dice, en otra carta, a Cristina de Lorena, es el deseo de “acomodarse a la capacidad popular” lo que subyace a los casos en los que la Biblia se expresa de modo tal que no es menester su interpretación literal. De hecho según el florentino dicha literalidad incluso nos haría ver ocasionalmente en el texto sagrado “no sólo contradicciones y proposiciones alejadas de la verdad, sino graves herejías e incluso blasfemias”.
Además Galileo añade en estas misivas que lo fundamental del mensaje bíblico gira en torno a aquellas cuestiones que son estrictamente necesarias para la salvación del hombre pero que sobre las cosas naturales, por ejemplo astronomía, que no se encuentran estudiadas con profundidad en el libro sagrado, el hombre debe seguir la guía que marquen sus sentidos y razonamientos.
En defensa de la ciencia Galileo cayó, como acabo de señalar, en el peligroso juego de pronunciar “juicios teológicos”, lo que no hizo más que provocar el rechazo de sus detractores, de hecho es acusado por P. Dini de “entrare in sacrestia” y será en parte causa del proceso de 1633 según nos dice Moisés González.
Galileo demuestra en estas cartas su convencimiento acerca de la autonomía de la ciencia con respecto a la fe, no va contra esta última sino simplemente delimita el campo de acción de cada una. No pensaron así sus acusadores que consiguieron llevarle a juicio inquisitorial y obligarle a abjurar de su principal tesis astronómica.
El error de esa condena no fue reconocido por la Iglesia hasta octubre de 1992, siendo Papa Juan Pablo II; habían pasado 359 años, 4 meses y 9 días.

miércoles, 16 de octubre de 2013

La moral kantiana y el mundo financiero de hoy



El pasado día 12 de octubre el escritor y economista venezolano Moisés Naím publicó un artículo en el diario El País titulado  “A qué le temen los banqueros”, en él nos recuerda que en estos días el mundo de la banca asiste a una serie de reuniones de máximo nivel –sobre todo para sus intereses- como las del Fondo Monetario Internacional (F.M.I.) y el Banco Mundial (B.M.). Tras dar cabida en el texto tanto a las reticencias que dicho colectivo provoca en el ciudadano de a pie como a los problemas reales, que según el autor, aun tienen a la banca en una suerte de equilibrio sobre el abismo, Naím hace referencia cómo ciertos temas que protagonizaron en un pasado reciente dichas reuniones están dando paso a otros que en el presente se están imponiendo.

Deseo centrarme concretamente en una de esas cuestiones que de forma novedosa están ganando espacio en las agendas tratadas en la cúspide del mundo financiero; la desigualdad social, o como se nos dice en el texto “la inequidad económica”. De momento suena todo muy bien, pero claro, hay algo que se deja entrever en el texto y que será clave para esta entrada de blog, y es la posibilidad de que esa preocupación por la injusticia no nazca de un sincero deseo de equilibrio y justicia social por parte de los banqueros, sino que realmente lo que preocupase fuese dicho problema únicamente como fuente y causa de posibles revueltas y conflictos sociales que a su vez pudiesen hacer empeorar aun más la débil situación por la que atraviesan muchos países, y por ende acabar afectando a sus intereses.

De hecho el artículo finaliza de una forma realmente sintomática, en la que observamos cómo el sentimiento fundado en una “realpolitik” –la política pragmática pura y dura al margen de corsés teóricos y éticos- parece imponerse a una concepción moral del asunto del que se nos habla.

En dicho fragmento conviene reseñar la esencial importancia tanto de expresiones como  “no importa si…”  o como ese “lo interesante es…” para evidenciar que, en un primer momento, no es de la buena voluntad de lo que aquí se habla.

“Finalmente, una cuestión que surge cada vez con más frecuencia es la desigualdad. En los círculos financieros hay más conciencia de que la inequidad económica, la exclusión social y otros tipos de injusticia ya no pueden ser tolerados o encubiertos como en el pasado. Los banqueros no tienen soluciones para esto. Pero es muy llamativo que en las reuniones donde la principal preocupación es cómo hacer más dinero, ahora aparezca de manera recurrente la preocupación de cómo hacer para que la inequidad no se convierta en una fuente de inestabilidad.

No importa si esta preocupación se debe a que hay más conciencia social entre los banqueros o a su miedo a que los estallidos sociales perjudiquen sus negocios. Lo interesante es que un tema que antes no formaba parte de estas conversaciones ahora es omnipresente” (Moisés Naím)

 

Aprovechemos este planteamiento para recordar nociones básicas de la moral de I. Kant. La buena voluntad del hombre de la que nos habla el pensador de Königsberg (“Es imposible imaginar nada en el mundo o fuera de él que pueda ser llamado absolutamente bueno, excepto la buena voluntad” nos dice el filósofo) no puede estar en ningún momento dirigida por el interés. La buena voluntad actúa siempre “por deber”, y esto no significa más que la necesidad que tiene de respetar la ley moral que emana de la propia razón.

La ley moral que es universal, no admite la idea de un bien supremo establecido empíricamente (a posteriori) como el que quizás tengan las personas reunidas estos días en Washington –por ejemplo el beneficio particular de sus negocios financieros-. Kant sólo admite como realmente morales las acciones hechas “por deber” (y que respetan las distintas formulaciones del imperativo categórico) no las realizadas “conforme al deber” es decir, las que “aparentemente” cumplen con la moralidad, pero esconden realmente un miedo egoísta a indeseables consecuencias que nos afectarían personalmente.

Las formulaciones más conocidas del imperativo categórico (mandato moral no hipotético sino necesario) Kantiano, donde además se hace patente que nunca el interés propio debe ser motor de nuestras acciones, son las siguientes:

“Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal".

"Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio".

Por lo tanto, efectivamente, y sorprende en un primer momento gratamente, el problema de la desigualdad social se ha introducido en las reuniones de alto nivel de las que hablamos, pero cabe la posibilidad (espero sinceramente que no) de que no por una sincera, honesta y moral preocupación por los más desfavorecidos, sino simplemente por miedo a las consecuencias globales de manifestaciones y revueltas –no debemos olvidar las imágenes del Brasil (emergente) de este pasado verano durante la celebración de la copa confederaciones de fútbol-.

Añadir además, ya para finalizar, la importancia de la reflexión moral kantiana que nos impele a investigar el “cómo deben ser”  nuestras acciones y nuestro mundo, e intentar conseguir esa anhelada transición del deber-ser al ser; es decir no olvidar nunca el intento de hacer factible la utopía moral. Partiendo de un estudio a priori (condición para la universalidad) de la razón, llegar a una mejora del mundo factual de hechos en el que nos movemos a diario.

 Os dejo el enlace que os lleva al artículo completo de Moisés Naím:

martes, 8 de octubre de 2013

El Titanic de Joseph Conrad



JOSEPH CONRAD

EL TITANIC

 
El escritor británico de origen polaco Joseph Conrad (1857-1924) trabajó durante años como marino mercante, esa experiencia que impregna su obra literaria provocó asimismo que sintiera un vivo interés por la celebérrima tragedia acaecida en el Atlántico Norte el 15 de abril de 1912: el hundimiento del Titanic.

La editorial Gadir pone a nuestra disposición la posibilidad de acceder a dos textos de Conrad escritos para la English Review en el mismo año 1912. El volumen incluye un interesante prólogo de Fernando Baeta que subraya cuáles son los resortes que movieron al antiguo marinero a involucrarse en la polémica.

Ambos artículos rezuman saber acerca del tema tratado, el escritor inmerso durante años en el mundo del mar usa esa perspectiva privilegiada para realizar un verdadero examen moral acerca del ser humano y en concreto sobre una época que se asomaba a su fin.

El Titanic con sus 269 metros de eslora, su altura equivalente a once pisos y sus 52.310 de peso se erigió según Conrad en la representación material del orgullo y la soberbia humana. La historia del fin de la prestigiosa nave escondería, por tanto, una serie de muestras esenciales sobre la condición humana. En un mercado naval que todavía copaba los viajes entre Europa y América la lucha entre compañías por destacar sobre el resto se había convertido en una verdadera guerra, de hecho en esos años se concedía la famosa cinta azul (Blue Ribbon) a la naviera a la que perteneciera el barco que cruzase el Atlántico en menos tiempo.

La jerarquía axiológica de la que se hace eco el escritor británico es evidente, primaba la economía y el negocio, es decir el mercantilismo a ultranza; de hecho el Titanic, junto con otros dos navíos tenía como finalidad mejorar las finanzas de la debilitada White Star Line (compañía a la que perteneció durante su breve vida) que necesitó de inversores norteamericanos para llevar a cabo el proyecto.

La fórmula fue muy simple, aunar grandiosidad y lujo sin límites para atraer a las grandes fortunas del momento y obviar las sencillas, razonables y mínimas medidas morales y de ingeniería. Estas últimas en opinión de Conrad eran realmente simples, el desproporcionado tamaño y peso del barco se antojaron necesarios para albergar un verdadero “hotel de lujo” pero a la vez constituyeron una trampa mortal a la hora de navegar. Las morales son quizás las más conocidas para todos nosotros; no había botes salvavidas para todos, y existió una ignominiosa discriminación con la segunda y sobre todo la tercera clase a la hora de la ubicación y posterior evacuación del navío.

La idea básica que se desprende de estos escritos es la de una reflexión acerca de una noción acrítica de progreso. Conrad desarrolla una denuncia que podemos relacionar con la teoría crítica de Max Horkheimer (1895-1973) y Theodor W. Adorno (1903-1969), la denuncia de las consecuencias de una creencia en las posibilidades casi sin límites de la razón con el fin de dominar la Naturaleza y así acrecentar el poder del hombre. Es dicha creencia la que parece dar síntomas de necesitar una reconsideración cuando la Naturaleza sigue mostrando su cara más desafiante como por ejemplo en la muerte de 1.517 personas en un naufragio como el del Titanic.

Sobre el devenir de esa concepción moderna de progreso, la teoría crítica nos advierte que el hombre puede alejarse del ideal emancipador y caer en una telaraña de la que le sea imposible salir –nos encontraríamos con la indeseable transición de la deseada liberación de los hombres a la alienación de los mismos-. Así, la historia de la gestación y del hundimiento del Titanic representarían el fruto de una razón meramente instrumental, que no tiene en cuenta, que no problematiza los fines perseguidos, dichos fines son tomados como absolutos y buscar e idear su consecución se convierte en lo único verdaderamente “racional”. Los artículos a los que me estoy refiriendo parecen ser una llamada de atención, que desgraciadamente no tuvo éxito alguno en su momento, Baeta en su prólogo nos dice: “La tragedia del Titanic no solo fue el hundimiento de uno de los sueños más grandes jamás creado por el hombre hasta entonces, fue por encima de todo, el violento despertar de una ambición, el naufragio de una época, el aniquilamiento de una forma de vivir y de ver la realidad”.

No olvidemos asimismo, y es interesante recordarla, esa imagen común de la navegación como símil de la vida del hombre, en este caso la descomunal nave podría representar a toda una concepción de la razón, de los medios y fines que el hombre considera en su vida. Por ello podemos usar la tragedia de 1912 como símbolo de un fin de época o incluso de siglo, no olvidemos que tan solo dos años después estallaría la Primera Guerra Mundial (1914-1918), y que historiadores como Eric Hobsbawn señalan la Gran Guerra como el verdadero comienzo del siglo XX y de un nuevo periodo dentro de nuestra Historia.

Para finalizar únicamente quedaría plantear una importante cuestión: ¿qué ha aprendido el hombre, si efectivamente podemos hablar de algo, de los sucesivos naufragios a los que ha asistido desde ese “amanecer” del siglo XX?